A través del cuento con el que inicio mis reflexiones en este “blog”, (ver entrada del 17 de junio de 2011) intento representar mi entendimiento del carácter metafórico de todo lenguaje teológico. Como me decía recientemente un amigo, citando a Xavier Zubiri: “Todas las religiones no son más que metáforas imperfectas sobre la ‘realidad de ultimidad’ a la que llamamos Dios”. Concurro con esta aseveración. Sin embargo, el carácter dogmático que asume el lenguaje religioso implica lo contrario.
Por su naturaleza, el dogma se construye y erige como verdad innegable. Se convierte en una suerte de “imperativo categórico” y, como tal, adquiere valor autónomo y absoluto. Se ubica en el ámbito de la “revelación”, con lo que logra escapar de la esfera humana –siempre subjetiva y cuestionable- y asentarse en el perímetro de las verdades divinas.
Mis entendimientos existenciales reconocen la presencia de esa “realidad de ultimidad” de la que hablaba Zubiri. Sin embargo, mi formación académica en las áreas de antropología, teología e historia me dificultan atribuirle carácter de revelación divina a premisas que ubico en el ámbito de las construcciones sociales.
Todo mi proceso se reduce a un asunto de conciencia e integridad intelectual: Me resulta problemático aceptar que premisas y explicaciones humanas, subjetivas e históricas; sean elevadas a la categoría de verdades eternas, absolutas e incuestionables. Y tampoco me resulta posible, defenderlas como tales.
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